Lily tenía por norma no tatuar a nadie que llegara borracho a su tienda. No es que le sobrara el dinero como para andar rechazando clientes, pero normalmente eran personas que al día siguiente se arrepentirían de lo que habían hecho y tratarían de quitárselo, y eso, por encima de todo, iba contra la filosofía del tatuaje. Algo que Lily, a sus 24 años, aún respetaba. Quizás porque todavía estaba en esa etapa de su vida en que la joven artista que llevaba dentro no se había aburguesado, o simplemente porque le jodía pasarse dos horas pintando una nalga para que un medicucho con pulso de octogenario lo eliminara al día siguiente en diez minutos de sesión de láser. En cualquier caso, cuando veía a una persona con la mirada perdida, la ropa arrugada y un claro aliento a whisky o ron mirando las fotografías de tatuajes que cubrían las paredes de su local, le decía que estaban a punto de cerrar.
Y con aquel hombre, a pesar de que cumplía el perfil, había hecho una excepción. “Vamos a cerrar”, le había mentido al principio, dispuesta a echarlo. El extraño tenía todo el aspecto de acabar de salir de un concurso de beber ‘chupitos’ o de un anuncio del ministerio del interior contra la alcoholemia. No sólo tenía los párpados bajados hasta la mitad, como las persianas de un bar a punto de cerrar que tratara de ahuyentar nuevos clientes; sino que además tenía restos de vómito en la comisura de sus labios. “Me voy a morir”, dijo el hombre sin más, y para Lily aquello suponía una gran diferencia.
No hablaron mucho, porque como el tipo le había dicho desde el principio, tenía poco tiempo. Quería un tatuaje que le cubriera toda la espalda. Era algo costoso y sobre todo muy doloroso, aunque en su estado actual esto último era lo de menos. Aparentemente estaba tan ebrio que podría haberle tatuado las pupilas sin que el hombre sintiera nada.
“Sólo quiero tatuar mi cuerpo antes de morir”, le dijo. “Y no me queda mucho tiempo”. Lily no insistió. Tampoco hacía falta. Pensó que si el hombre mentía estaba realmente desesperado, y nadie necesita tanto un tatuaje. Sobre todo cuando se trataba de un tatuaje de aquel tamaño.
“¿Has pensado en lo que quieres?”, le preguntó. El extraño ni siquiera dudó un segundo. “Un cementerio. Quiero que me dibujes las lápidas y quiero que pongas…”, rebuscó en sus bolsillos como, bueno, como un borracho buscaría las llaves frente a la puerta de su casa. “Quiero estos nombres”, dijo, y le pasó la lista.
Lily era una tatuadota rápida, pero había empezado su trabajo cuando el sol se ocultaba entre la silueta de dentadura de los rascacielos, y ahora, a punto de terminar, el sol parecía empezar a asomar por el otro lado. Su trabajo había sido minucioso y paciente, y el resultado le estaba gustando. Al principio había sido difícil porque el hombre no dejaba de moverse, pero después, como les pasa a casi todos los borrachos, el hombre se había quedado dormido.
Su trabajo había comenzado por dar forma al cementerio con sus lápidas. A la verja que lo rodeaba. Al ciprés muerto y arrugado en una orilla, cuyas ramas retorcidas cubrían el hombro de su extraño cliente. Después, con los detalles terminados, había cogido la lista y había empezado a rellenar con sus nombres las tumbas. Había siete nombres en la lista, y como el tipo le había pedido, ella había dibujado ocho tumbas. “La última tiene que estar en medio”, habían sido sus indicaciones. “Y quiero que en ella pongas mi nombre”. “¿Cómo te llamas?”, le había preguntado Lily con la máxima cortesía. Él sonrió y se llevó un dedo a los labios como en los carteles que piden silencio en los hospitales. “Cuando termines te lo digo”, habían sido sus enigmáticas palabras. A Lily no le pareció ni bien ni mal, pero se puso manos a la obra.
Ahora ya sólo faltaba ese último detalle, para el que necesitaba despertar al hombre. Le agarró un brazo con su mano enguantada en látex. “Disculpa”, le llamó, pero el hombre no se movía. Lily le sacudió de forma un poco más suave al principio, y le zarandeó con brusquedad al final. El hombre no despertaba. Sospechando lo que ocurría, la mujer se quitó los guantes y le tomó el pulso. Su piel estaba fría, sus labios morados, y los ojos abiertos e hinchados como huevos de serpiente. El desconocido había muerto durante la noche, mientras ella lo tatuaba. “¡Dios mío!”, fue su único pensamiento. Tardó varios minutos en reaccionar, hasta que al final llamó a emergencias. Pidió una ambulancia, pero antes de colgar avisó a los sanitarios: “No… no hay prisa”, y se sentó a esperarles.
Entonces la vio. La cámara Polaroid con la que sacaba las fotografías de sus clientes para colgarlas en la pared. Lo había hecho siempre, y aquel trabajo había sido tan bueno como cualquier otro. “Además, no vas a cobrarlo, ¿verdad?”, se dijo ella. Recogió la cámara, apuntó a la espalda del hombre y disparó. No esperó a que se revelara. La depositó junto a su caja registradora y buscó una manta con la que tapar el cadáver. Era lo menos que podía hacer por aquel extraño.
Poco después llegó la ambulancia. También un coche de la policía y más tarde un juez para levantar el cadáver. Los agentes le advirtieron de que tendría que declarar. Lily sabía que su historia sonaría tan confusa en comisaría como lo había hecho en su tienda, pero imaginó que tampoco tenía alternativa. “De acuerdo”, contestó. “Iré con ustedes”.
Antes de cerrar la tienda y entrar en el coche patrulla recordó la fotografía y volvió para recuperarla. Quería colgarla de la pared antes de irse.
Lily apenas se sorprendió cuando vio que tres nombres habían surgido en la lápida vacía del centro, porque algo ya se lo había estado advirtiendo. Sólo uno de ellos le resultaba totalmente familiar. Los otros dos eran desconocidos. Lo que le llamó la atención fue la fecha que figuraba bajo las letras, dibujadas claramente con su propia caligrafía. “¿A qué día estamos?”, le preguntó a un policía. “¿Por qué?”, fue lo primero que contestó éste, y después se lo dijo. “Es miércoles. Miércoles cuatro de junio”. “Lo imaginaba”, dijo Lily al entrar en el coche con los policías. “Lo imaginaba”, repitió. Y el coche de dos los agentes arrancó con normalidad, como si realmente fuera a llegar a su destino.